Sentir razonable
El primer mes que pasé en
el internado fue un verdadero fastidio. Al principio traté de analizar
mil veces mi situación. Después me dio lo mismo si era un hospital, una
cárcel o una de las habitaciones de un hotel. Por qué estaba allí y
que combinación de sucesos me habían traído, fue algo que también
comenzó a carecer de importancia con el paso del tiempo. Una habitación
con una cama, las paredes lisas y una puerta pequeña sin otra función
que la de dar paso a las manos sin rostro que diariamente me acercaban
la comida.
Como la fiebre va
separándonos del mundo a medida que aumenta, yo lentamente iba
sintiendo esa especie de alejamiento. La sensación de centro y alrededor
se fue haciendo más y más notable para mí. Yo, el centro; el resto,
una periferia que iba desapareciendo con velocidad proporcional a la
distancia y al tiempo. Como la fiebre va devorando lo que nos es
externo, mi incomunicación devoraba, como por oleadas, las cosas que en
el pasado ocupaban un lugar vital en mi visión del mundo.
Política, ley, vacaciones,
guerra, espectáculo fueron apenas algunos de los términos que como una
catarata comenzaron a vaciarse de sentido hasta desaparecer en un lago
de ácido que sofocaba en centésimas de segundo el significado de las
expresiones más abarcativas. Placer, como preocupante destino, sucumbió
rápidamente; un poco más, duró la memoria de una lista de buenos
momentos que había pasado allí en alguna parte, más aún llegó a
perdurar una tarde de verano determinada en la que me había sentido
feliz. Pero todo iba cediéndose al olvido de lo que ya no importa. Los
libros leídos, el placer que sus lecturas me habían proporcionado, las
películas inolvidables, las personas que había conocido. El largo
tiempo dedicado: al estudio, al diálogo, a la discusión, a la
filosofía, al arte, al trabajo; todo se hundía en el lago, se corrompía y
desaparecía. Primero sufrí la falta de decoración en la habitación. En
poco tiempo, mientras analizaba porque la sufría, dejé de sufrirla, y
me pareció que la habitación estaba bien así. Me fue pareciendo que el
mundo estaba bien así: sin cadenas, sin recuerdos, sin memoria, sin
responsabilidad, sin placer, un ojo de ese huracán relativo donde todo
era prescindible.
Los días fueron sucesiones de
luces y sombras, el tiempo sólo marcado por la llegada de un plato de
comida y algo para beber; lo esencial para que la carne no sucumba
también en la nada misma. La náusea del vacío encontraba su cura en mis
pensamientos que uno a uno me encargaba de anular buscando uno que
realmente se me mostrara imprescindible y unívoco.
La ausencia de las cosas que
tuve y que me faltaban me llevaban a realizar un ejercicio repetitivo y
tan corto y eficaz como un latigazo. Las recordaba, trataba de comparar
la importancia que tenían para mí con la que tendrían en aquella
situación y rápidamente se ubicaban dentro de ese sinfín de sin
sentidos.
Un día me sacaron de allí. No
sé si las mismas manos que traían la comida u otras; es lo mismo.
Caminé bastante tiempo. Vi algunos niños jugando, una pareja dejando la
vida en un beso, un viejo que barría la vereda de su negocio de
verduras, vi parte de la ciudad que se movía con regularidad y llegué,
antes que el sol baje sobre la tierra, a una colina que podría haber
sido cualquier colina. De pronto entendí que me encontraba donde las
calles no tienen nombre, donde la música es recuerdo, allí donde los
días no se reconocen, donde las plegarias son dichas por nadie y
escuchadas por el aire. Nadie iba a venir por mí, nadie sabía que yo
existía, nadie podía notar mi presencia o mi ausencia en ninguna parte.
Recordé sólo una melodía, sentí deseos de vivirla, la grité en
silencio como si fuera lo último que quedaba y comencé a sentirme mal.
Pensé que el tiempo había sido injusto conmigo, que la gente había
resultado una pérdida de tiempo, que los sueños eran basura para
amortiguar el duro peso real de la vida. Pero algo salió mal,
terriblemente mal. Bajé, y cuando ya era de noche, entré a un bar. Pedí
algo que evidentemente no había olvidado que me gustaba. Una dama me
acercó la copa, le dije que no tenía dinero para pagarle, me hizo un
simpático gesto como para que me callara y luego me sonrió. No debería
haberlo hecho, pero lo hizo. Y tuve ganas de no irme. Y la miraba
servir las otras mesas. Y el lugar me pareció agradable. Y ella, de vez
en cuando me miraba y sonreía.
Tuve ganas de tener un lugar
donde dormir, donde invitarla alguna vez, donde hacerla escuchar alguna
música que recordé me gustaba. Sentí deseos de tener dinero para
invitarla a algún otro bar donde ella no trabajara. Pensé en un trabajo
para eso. Pensé en que a ella le gustaría verme vestido con un traje
limpio y que debía hacer algo para que ella pudiese sentirse orgullosa
de mí.
No me entregué fácilmente,
realicé el ejercicio: es sólo una sonrisa de una desconocida, su
trabajo es ser simpática, un día me engañará, otro sentiré deseos de
engañarla, una tarde quizás muera yo o una noche quizás muera ella. Una
sonrisa, tan simple una mueca con la boca no hace a la historia del
mundo, no hace a nada, nada significa. Pero salió mal. Mi resistencia
cedió y tuve la sensación de comprender porqué algunas personas
disfrutan de los juegos, algunas otras estudian filosofía, porqué hay
quienes llegan a gobernar naciones y a declarar guerras, porqué algunos
parecen felices con ese trago que apenas llegan a pagar después de
trabajar doce horas en las minas de carbón. Tuve deseos de saber qué
día era y cuántas horas debían pasar para volver a ver esa sonrisa.
Tuve deseos de hacer planes y la maldita, complicada y absurda idea de
volver algún día a la colina con los dedos de su mano entrelazados con
los míos.
José M. Pascual
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