Miento Luego Existo
Conocí a Raymond Reid hace unos diez años en la ciudad de Glasgow, Escocia. Estaba yo desayunando en un bar cuando el hombre se acercó a mi mesa preguntándome si estaba dispuesto a compartirla. Dado que el lugar se encontraba muy concurrido y no ofrecía un solo lugar disponible, no tuve más remedio que aceptarlo como compañero casual.Alto, enjuto, de unos cincuenta años, canoso y vistiendo un traje marrón bastante gastado, el caballero se mostró sociable y muy educado. Pidió un café y trató de no interferir en la lectura del periódico que me mantenía ocupado. Por cuestiones de cortesía pensé que sería un gesto obligado dirigirle al menos una palabra.
- Hace frío ¿verdad?
- Sí. ¿Usted no es escocés, verdad?- preguntó. Supongo que para demostrarme que él también era cortés.
- No. Estoy de paso. Mañana vuelvo a mi país.
Así, intercambiando pequeñas
frases que luego se fueron extendiendo, Reid se presentó como profesor
de filosofía a cargo de una cátedra en la universidad. Su aspecto no
desentonaba con su profesión, pensé.
Después de terminado el
desayuno, el hombre se puso de pie y antes de despedirse me preguntó si
quería presenciar su clase, si quería acompañarlo.
- Hoy es el primer día. Me
gustaría que me acompañe, cuando termine con la clase puedo llevarlo a
conocer algunos sitios interesantes de mi viejo Glasgow.
Dudé, pero luego decidí
aceptar. Debía esperar a la noche para viajar y pensaba hacer tiempo en
quehaceres turísticos, pensar en eso guiado por un nativo me pareció
más estimulante que deambular en soledad por calles que no conocía.
Salimos juntos del bar. Yo
gentilmente pagué la cuenta y él me agradeció con la promesa de
invitarme luego con un auténtico whisky del país. Tomamos un ómnibus
hasta las puertas de la universidad; un majestuoso edificio con aire de
castillo medieval y grandes caminos de roca que unían las dependencias
con el bloque principal. Me contó de un tal Thomas Reid y deduje, por
el apellido, que sería algún pariente del cual se sentía orgulloso.
Caminamos, él hablaba de su pasión por la enseñanza, de su pasión por la
filosofía y en un tono más informal, de su pasión por el Glasgow
Celtic. Fuimos por los pasillos; yo lo seguía. Él, con andar pausado,
iba revisando las aulas hasta que dijo “Es aquí”.
El aula estaba repleta de
estudiantes que murmuraban hasta que él hizo su entrada. Yo lo seguí y
me ubiqué en la parte más alta del estrado en uno de los pocos lugares
que quedaban libres. Los mil ojos que se encontraban allí se
concentraron en su figura que, cruzando las manos a sus espaldas,
comenzó a hablar al frente de la clase.
- Muy bien- dijo - Bienvenidos-
El silencio fue total, sólo
algunas sonrisas complacientes ante la presencia de quien dirigiría la
reunión. Reid comenzó a hablar, a modo de introducción, sobre la
historia de su vida. Las hojas comenzaron a llenarse de apuntes,
algunos con mayor capacidad de síntesis que otros.
Pasaron no más de diez minutos y un hombre se presentó en el salón con dos encargados de seguridad.
Pasaron no más de diez minutos y un hombre se presentó en el salón con dos encargados de seguridad.
- Reid, por favor- dijo el hombre mientras los agentes lo invitaban a retirarse.
Los alumnos quedaron
boquiabiertos. Reid se opuso, pero fue rápidamente persuadido por los
uniformados. El hombre que los comandaba quedó al frente del aula y se
presentó como el rector de la universidad.
- Lamento lo sucedido. Este
hombre se escapó de un neuropsiquiátrico y suele hacernos cosas como
esta cada vez que logra escaparse. El profesor a cargo está por llegar;
les ruego sepan esperar en orden.
El bullicio creció y el
alumnado se sintió molesto, sobre todo los que más habían llenado sus
cuadernos con las cosas que Reid estaba diciendo. Hubo carcajadas,
indignación y todo tipo de comentarios. Nadie se atrevió a reconocer que
lo que Reid estaba diciendo era interesante. Yo abandoné el aula y,
por más que lo intenté, no pude dar con Reid. Uno de los profesores me
explicó que el hombre había sido alumno de la institución y que por
vaya uno a saber qué causa un día fue necesario internarlo.
Me hubiera gustado quedarme,
pero tuve que partir ese mismo día. Me hubiera gustado que un loco
hubiese sido mi guía por las calles de Glasgow, supongo que hubiese
conocido cosas que jamás conoceré. Me hubiera gustado que alguien
hubiese conservado los apuntes de aquellos minutos de clase, pues
realmente habían sido interesantes a pesar de que no formaban parte del
programa. Me hubiera gustado saber si alguno de aquellos alumnos dudó,
a partir de entonces, de que la escena se repitiese, no sólo cuando
llegó el «verdadero» profesor de la clase, sino cada vez que debieran
enfrentarse a alguien por primera vez. Por mi parte, agradezco a Reid
la enseñanza. Desde entonces, sólo presto atención a quienes me
aseguran que la merecen.
José M. Pascual
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