La noche ya
esta en todo el cielo. Él entra con la velocidad con que entran las
culebras a sus cuevas. Cierra la puerta y en el mismo movimiento
enciende la luz. Ella arroja ropa desde su ropero hacia la valija que,
como un pozo sin fondo, esta abierta en medio de su cama. Él se quita la
corbata y lo hace volar sin detenerse a averiguar donde caerá; entra a
la pequeña cocina, alcanza a iluminarse con la luz de la heladera y
toma una botella; cierra, la luz se apaga, y con la botella en la mano
camina hacia la ventana.
Ella hizo tronar el cierre de
la valija; dos mangas y un cordón se resistieron todo lo que pudieron.
Levantó las llaves que estaban en la alfombra de lana y tierra y caminó
con pasos largos hasta la puerta. Él se paró frente a la ventana. Las
luces del cartel de neón del viejo edificio de enfrente le iluminaron
la cara: azul, amarillo, rojo, azul y rojo otra vez. Ella abrió la
puerta y salió al pasillo. Cerró; se calzó la campera y con un manotazo
liberó el cabello que había quedado preso entre la prenda y su espalda;
estiró las piernas unas seis veces y pulsó el botón del ascensor.
Él, otro él, está acostado
mirando el techo. Un calor que transforma las sábanas en pegamento. Por
qué le habré dicho que estaba bien, hacia casi un año que no la veía y
cuando me preguntó cómo andaba, yo le dije: bien. Si ella supiera que
mi vida fue una basura desde que la vi por última vez. Si supiera que
estuve pensando en ella más de lo que debe pensar ella en si misma.
Bien, le dije. Pensé en terminar con todo más de una vez, pensé en
terminar con todo para dejar de sentir que me faltaba; y hoy, nos cruza
el destino y yo le digo bien. Maldita sea ... todo. Bien... eso le
dije. No hubo mucho tiempo de más.
Giró en la cama como giran
las focas en la arena. Parece un camalote llevado por el río. Sudor y
sábanas pegajosas. La luz, sólo la que se cuela a través de su persiana
desde los pares que inundan la avenida.
Ella, otra ella, espera el
tren. Se mira las manos. Este anillo está bien. Mis piernas. Las vías
brillan de vacías. Un hombre cruza por el puente, a las cinco de la
tarde no hubiera existido más que para sí mismo, ahora retumba toda su
presencia cada vez que sus suelas se apoyan bruscas sobre los
planchones de chapa. ¿De dónde vendrá? Que poca imaginación tengo.
Mañana debo ir a la peluquería sin falta. ¿Y el tren?
Él, otro él, acaba de terminar
su copa en una de las mesas del fondo de Restaurant Renoir. Día duro.
Un cigarrillo. Un café. Una torpeza. Bah, qué lo laven. Igual lo tenían
que cambiar. Ya estaba sucio. ¿Qué tendré que hacer para que Pereyra
deje de pensar que soy un imbécil?
Ella, otra ella, duerme.
Duerme plácidamente. Mañana a las siete: fue lo último que pensó en
estado consciente antes de entrar en la profundidad del sueño. La estela
fina de un humo claro se eleva desde un espiral estratégicamente
colocado en uno de los rincones de la habitación. Un vaso de agua
cerca, por las dudas, a la madrugada, para la sed.
Él, esta frente al espejo del
botiquín del baño tratando de reconocerse. Ella cierra la puerta del
ascensor. Él, otro él, expulsa las sábanas de dos o tres patadas. Ella,
otra ella, se pone de pié y detiene la mirada donde las paralelas de
acero pegan la curva. Él, otro él, apaga el cigarrillo contra el escudo
del Restaurant Renoir dibujado en el centro del cenicero. Ella, otra
ella, duerme; duerme con la laxitud propia del humo de un espiral.
Historias de seis minutos.
Historias que ningún escritor sensato se atrevería a rescatar para
sentirse orgulloso. Historias que jamás se cruzaron ni se cruzaran y que
son hijas bastardas del recuerdo. Momentos que no sirven para nada,
pero que en su esencia maldita se sacrifican para que otros se jacten
de inolvidables, de ávidos de ser leídos, de gustosos de ser contados o
de dignos de ser escritos.
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