martes, 31 de enero de 2012

La noche ya esta en todo el cielo. Él entra con la velocidad con que entran las culebras a sus cuevas. Cierra la puerta y en el mismo movimiento enciende la luz. Ella arroja ropa desde su ropero hacia la valija que, como un pozo sin fondo, esta abierta en medio de su cama. Él se quita la corbata y lo hace volar sin detenerse a averiguar donde caerá; entra a la pequeña cocina, alcanza a iluminarse con la luz de la heladera y toma una botella; cierra, la luz se apaga, y con la botella en la mano camina hacia la ventana.
Ella hizo tronar el cierre de la valija; dos mangas y un cordón se resistieron todo lo que pudieron. Levantó las llaves que estaban en la alfombra de lana y tierra y caminó con pasos largos hasta la puerta. Él se paró frente a la ventana. Las luces del cartel de neón del viejo edificio de enfrente le iluminaron la cara: azul, amarillo, rojo, azul y rojo otra vez. Ella abrió la puerta y salió al pasillo. Cerró; se calzó la campera y con un manotazo liberó el cabello que había quedado preso entre la prenda y su espalda; estiró las piernas unas seis veces y pulsó el botón del ascensor.
Él, otro él, está acostado mirando el techo. Un calor que transforma las sábanas en pegamento. Por qué le habré dicho que estaba bien, hacia casi un año que no la veía y cuando me preguntó cómo andaba, yo le dije: bien. Si ella supiera que mi vida fue una basura desde que la vi por última vez. Si supiera que estuve pensando en ella más de lo que debe pensar ella en si misma. Bien, le dije. Pensé en terminar con todo más de una vez, pensé en terminar con todo para dejar de sentir que me faltaba; y hoy, nos cruza el destino y yo le digo bien. Maldita sea ... todo. Bien... eso le dije. No hubo mucho tiempo de más.
Giró en la cama como giran las focas en la arena. Parece un camalote llevado por el río. Sudor y sábanas pegajosas. La luz, sólo la que se cuela a través de su persiana desde los pares que inundan la avenida.
Ella, otra ella, espera el tren. Se mira las manos. Este anillo está bien. Mis piernas. Las vías brillan de vacías. Un hombre cruza por el puente, a las cinco de la tarde no hubiera existido más que para sí mismo, ahora retumba toda su presencia cada vez que sus suelas se apoyan bruscas sobre los planchones de chapa. ¿De dónde vendrá? Que poca imaginación tengo. Mañana debo ir a la peluquería sin falta. ¿Y el tren?
Él, otro él, acaba de terminar su copa en una de las mesas del fondo de Restaurant Renoir. Día duro. Un cigarrillo. Un café. Una torpeza. Bah, qué lo laven. Igual lo tenían que cambiar. Ya estaba sucio. ¿Qué tendré que hacer para que Pereyra deje de pensar que soy un imbécil?
Ella, otra ella, duerme. Duerme plácidamente. Mañana a las siete: fue lo último que pensó en estado consciente antes de entrar en la profundidad del sueño. La estela fina de un humo claro se eleva desde un espiral estratégicamente colocado en uno de los rincones de la habitación. Un vaso de agua cerca, por las dudas, a la madrugada, para la sed.
Él, esta frente al espejo del botiquín del baño tratando de reconocerse. Ella cierra la puerta del ascensor. Él, otro él, expulsa las sábanas de dos o tres patadas. Ella, otra ella, se pone de pié y detiene la mirada donde las paralelas de acero pegan la curva. Él, otro él, apaga el cigarrillo contra el escudo del Restaurant Renoir dibujado en el centro del cenicero. Ella, otra ella, duerme; duerme con la laxitud propia del humo de un espiral.
Historias de seis minutos. Historias que ningún escritor sensato se atrevería a rescatar para sentirse orgulloso. Historias que jamás se cruzaron ni se cruzaran y que son hijas bastardas del recuerdo. Momentos que no sirven para nada, pero que en su esencia maldita se sacrifican para que otros se jacten de inolvidables, de ávidos de ser leídos, de gustosos de ser contados o de dignos de ser escritos.





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